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En la región de acá, la del azogue pulido, mi rostro es lo de afuera: unos ojos con rimel, una piel con verano todavía, una mujer-muchacha que se preocupa de alargar el ruedo de sus faldas y busca el chal de seda que combine con el color cereza de un pantalón. En la región de acá, de este lado del espejo, mi rostro dice si, sonríe, saluda, tiene una manera civilizada de ser cortés, de disimular y hasta de... gritar. Pero cuando me quedo sola, cuando me saco de encima las costumbres, cuando me desabrocho la manía de no alarmar a nadie, cuando me olvido de los titulares de los diarios, los ruidos de la calle, las culpas que asumo en mi nombre y en nombre de la humanidad; cuando me quedo sola, sin ropas y sin gestos aprendidos... rueda mi rostro detrás de los espejos, allá donde no existe la mentira y hay un espacio abierto, inmenso, sin paredes, donde los gritos huyen verticalmente sin despertar a nadie. Allí grito. Allí aúllo como un perro. Allí me duele la garganta de tanto repetirme que ya no tengo fuerzas para seguir luchando, que me mantiene en ristre tan solo el miedo a los precipicios que rodean cualquier soledad. De pie en mi metro cuadrado de vida, me obligo a la quietud porque cualquier paso hacia atrás o hacia delante equivaldría a un suicidio. No quiero dormirme apretada entre tus brazos y despertarme como un chico que ha soñado con muertos y al despertarse se da cuenta de que esos muertos eran los únicos que podían ayudarlo. Tan llena de heridas como llegue a tu lado. Y tan lleno de bálsamos me dijiste que estabas Tan noche cerrada como llegue a tu lado y tan lleno de sol prometiste alumbrarme Tan recinto acústico como llegue a tu lado, y tanta música ibas a derramar en mi para convertirme en una campana. Pero el bálsamo era hiel, y el sol era de hielo, y la música era un hueso repicando en la piedra. Y ahora las heridas no solo están abiertas sino que duelen, sangran, arden Y la noche no solo es negra, sino que me cierra y me ciega Y el recinto acústico repite como un eco la resonancia siempre igual del llanto, del sollozo, del gemido y la queja Tu me usaste ese poquito de esperanza que me guardaba para el momento de “no va mas”, de “se cierran las ventanillas”. Sin que me diera cuenta, cuando te abrí la puerta para dejarte entrar, cuando apoyé mi cabeza en tu hombro y me quede dormida, pensando que me cuidabas, que espantarías a los fantasmas que arrastraron sus cadenas cada noche... si, sin que me diera cuenta, desovillaste el ultimo hilo azul del asombro. Pero necesite tiempo para comprobarlo, y en ese tiempo sucedieron cosas, aprendí a caminar con el ritmo de tus pasos, a acomodar mis preguntas a los monosílabos de tus respuestas, a tomar las formas de tus silencios como el agua toma la forma del recipiente que la contiene. Aprendí a llorar sin que lo advirtieras, Y algo mucho mas triste: aprendí que no te importaba que llorara. Habías reforzado tu rica armadura con los tres o cuatro gramos de fuerza que me sacaste. ¿Y de que te sirve? Estas atrapado por esa dura defensa. Estas envuelto en ella, nada te llega, todo choca contra esa barrera inviolable: alegrías, emociones, tempestades y estrellas. No sufres, es cierto, pero tampoco eres feliz. Aunque a todos les muestres la bella cara que esta en la región exterior de los espejos, aunque quieras convencerte a ti mismo de que esa es tu verdadera cara y la mires complaciente... sabes que no es así, que tu verdad esa del otro lado de los espejos, allí donde mi dolor grita, donde mi soledad te acusa, donde los relojes aceleran su latido buscando un pronto final irremediable, donde, a pesar de todo, te espero, dolorida, en sombras, sin campanas... para que me salves, aunque sea devolviéndome lo que me sacaste, solo eso, sin darme nada más que ese menudo soplo de asombro y esperanza que me permita ocupar el metro cuadrado de vida en el que tengo que quedarme quieta hasta que alguien, tú, otro (pero por favor tú, tú) me tienda un milagro
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